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Las cortinas de las casas vecinas se movían para observar a los recién llegados. Los brillantes sauces enmarcaban el local, que parecía un sueño. Al frente, el al- jibe adornado de mariposas, el canto de los pájaros y algunos grillos, el olor del pasto recién cortado, y en la puerta, sonriente, vestido con su mejor bombacha de gaucho y estrenando delantal y gorro de cocinero a rayas, don Gratuliano Mosqueta salía ante cámaras para todo el mundo. Las mesitas con manteles tipo cebra y los cardos adornando sus centros cau- saron tan buena impresión que se palpó en el ambiente. Un olorcito venía de la cocina a leña que hacía agua la boca. Era algo mágico. Sobre el mostrador recién lustrado había nueve vasos y un dedal llenos de líquido blanco. —¿Qué es eso? —preguntó uno de los chefs visitantes. Orgulloso, el propietario destacó su título de sommelier y que él lo había adaptado al pueblo creando así el sommelier experto en leche. Cada vaso tenía una bebida láctea di- ferente: leche de soja, leche de coco, leche en polvo, de cabra, de higo, leche conden- sada, por supuesto de vaca… Otro de los chefs, con tonito altanero, lo interrumpió: —¿Y es necesario que alguien indique qué leche tomar? —Yo le diría que sí. No es lo mismo un vaso que otro… —aconsejó don Mosqueta. —¿Y si tomo este? ¿Usted qué me diría? —insistió el preguntón tomando un trago de uno de los vasos. —Le diría que dentro de un rato tendrá algún problemita porque acaba de tomarse la leche de magnesia. Salió disparando el hombre, según dijo a hacer la inspección sanitaria del local. —¿Y el dedal? —preguntó una famosa cocinera del canal Gourmet, con un poco más de respeto que su colega. —Esa es la famosa leche de langosta. Los miembros del jurado se miraron unos a otros. —¿Las langostas dan leche? —Las de este pueblo, sí. El jurado estaba formado por cocineros profesionales, sommeliers, catadores, pero ninguno era biólogo y no podían opinar sobre algo que no entraba en su área. Así constaba en las bases del concur- so y además todo lo estaban registrando las cámaras. Ellos no debían dilucidar ese asunto. Anotaron algo en sus fichas. —¿Pasamos a la mesa? —invitó Gratu- liano con una reverencia. Los expertos saborearon pan case- ro recién salido del horno con mantequilla batida por el propio dueño del local. Luego vino una entrada de quesos del lugar con tomatitos minúsculos, huevitos de codorniz a la vinagreta y fetas de matambre relleno, todo presentado en los platos de loza ingle- sa antiguos. El plato principal fue carbona- da criolla servida en los propios zapallos del lugar. Ya deliraban de placer los visitantes cuando Mosqueta anunció los postres: pastafrola al vino tinto decorada con frutas dulces de tala, boniatos merengados, higos o zapallo en almíbar, salchichón de choco- late o arroz con leche. Quisieron de todos, un poquito de cada uno. Embelesados, no escucharon cuando un miembro de la producción llegó para avisarles que la medición del rating llegaba al máximo y estaban saturados de mails provenientes de todas partes del mundo preguntando por el lugar, por las recetas, por los productos, por las langostas y si podían adquirir el juego de loza inglesa. Hasta un famoso modisto de otro canal había preguntado por el diseño del equipo que lucía el cocinero. En ese momento lle- gaba Gratuliano con la bandeja y el juego de té de plata para servir té de marcela, carqueja o cedrón, recién cortados por el yuyero. Volvieron a anotar algo en sus fichas y se miraron con los cachetes colorados y los ojos brillantes. Cuando se retiraban, todo el pueblo, vestido con trajes domingueros y proli- jamente peinado, los aplaudió, sonaron unas guitarras y acordeones y el intenden- te los invitó a quedarse al baile. Cortaron 172